Un encuentro con Jesucristo a la intemperie
¡Oh! qué alegría la mía cuando me dijeron:
Vamos a la casa del Señor (Salmo 121,1)
Jesucristo gustaba de descifrar el sentido divino de la naturaleza, inclinándose hasta sus más humildes maravillas, que tantos otros pisan distraídos: la hierba, vestida por Dios, y las flores de los campos, superiores en magnificencia a las galas de Salomón; la caña que el viento cimbrea, los manantiales que refrescan, los arreboles mañaneros o vespertinos, los campos ondulante de mieses, los senderos pedregosos, el relámpago que rasga el espacio, la luz centelleante.
Los animales tan humildes de nuestro entorno familiar le encantan: la gallina que reúne sus polluelos bajo sus alas, los gorriones que Dios alimenta, la cándida paloma, la oveja mansa y dócil… No hay rastro de hermosura que le deje insensible. Pero cada onda que hace vibrar sus facultades estéticas le trae al mismo tiempo el mensaje de su Padre que da a todo un sentido tan personal.
Con sus reacciones ante la primorosa naturaleza, Jesús nos da la inteligencia de ella y nos sitúa en la óptica en que debemos mirarla. El mismo, “resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad” (Sabiduría 7,26), es el que, con miras a su Encarnación, se ha preparado un templo digno, un marco soberano para la “Figura” que es de la sustancia del Padre. Se comprende que las radiaciones de ese “Rostro” sublime, al rozar las criaturas, las haya dejado “vestidas de su hermosura” (cf. San Juan de la Cruz. Cant V, 5).
Extraído pgs.51-52 de «El Eremitorio» PDF
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