Un encuentro con Jesucristo a la intemperie
«La vida espiritual encuentra en el desierto sus formas de expresión: vacío, caos, aflicción, acedia, pobreza, despojo, serenidad, frugalidad, silencio. Es terreno yermo, no experimentable, no transitable, no habitable. Lleva al mayor misterio de Dios, que no se deja vincular a ningún ídolo. El desierto es paisaje de muerte, desertizado… un paisaje en el que ya no crece nada, en el que nada puede echar raíces, pero es también lugar de libertad. Es salida (éxodo) de la manipulación y la heteronomía. Purifica, permite ver prejuicios, ideologías y obcecaciones. En el desierto se suceden consecutivamente consolación y desolación, paisajes malogrados y paisajes de ensueño. Ambas facetas se necesitan mutuamente para experimentar, para valorar. El paisaje refleja el alma débil, arrugada, desarraigada, apática, pero también palpitante, atenta, llena de color, de ímpetu, de luz.
El desierto es, en resumidas cuentas, un «espacio espiritual» que proporciona experiencias espirituales. No es casualidad que grandes acontecimientos de la historia de la salvación tengan lugar en el desierto; no es casualidad que personajes determinantes de la historia de la fe hayan buscado la soledad. Y no es casualidad que hasta el día de hoy no pocas personas vayan al desierto para –como ellas dicen– «encontrarse a sí mismas», ya se trate del paisaje geológico del desierto o de dimensiones vitales, no menos reales, experimentadas en la metáfora del desierto: soledad, silencio y alejamiento de la vida cotidiana, firmeza y perseverancia en las decisiones vitales que se han tomado y en la reorientación ante nuevas situaciones decisivas».
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