Un encuentro con Jesucristo a la intemperie
«Elías está solo. La inmensa soledad del desierto que lo rodea no es más que una imagen del aislamiento y soledad en su fe. Todo su celo ha sido impotente. Allí conoce ese profundo sentimiento de frustración que habita tan frecuentemente al corazón del hombre. Los más bellos triunfos no “dan resultado”. Y hasta es posible quizá que ahí hallemos nosotros el más agudo conocimiento de nuestra miseria interior.
Aunque uno fuera instrumento de milagros prodigiosos, eso no cambia al hombre viejo. Los milagros no son, no hacen santidad. Si a Dios le agrada servirse de nosotros para unas obras exteriores –-sin hablar de milagros, por ejemplo, el apostolado, la predicación–-, nosotros volvemos a encontrarnos con todo el peso de lo que somos, con esa desproporción más sentida todavía entre lo que es de Dios y lo que es nuestro. Esa es la confesión conmovedora del santo: No valgo más que mis padres, A la que hace eco en su carta el apóstol Santiago: Elías no era más que un hombre, sujeto a las mismas miserias que nosotros.
El rudo Tesbita vestido de pelo, que tenemos siempre con tendencia al mirar hierático, lejano, sobre las cumbres en que se crea la luz, está ahí tan parecido a nosotros, tan próximo a la experiencia de nuestra miseria Yahvé le había puesto sobre unas fuertes montañas, y le decía, en su seguridad: “¡Nunca te perturbará nada!” Que esconda Dios su rostro, y ahí lo tienes deshecho (Sal 30, 7-8). La sobriedad del relato nos deja adivinar que Elías ha conocido en el desierto la gran purificación de la fe, que ha pasado por la tiniebla mística: “Basta, Yahvé! Lleva mi alma”. Está agotado, porque “el combate espiritual es tan brutal como una batalla de hombres…»
Pertenece al capítulo VIII, “Elías y nosotros” del libro “Caminos a través de la Biblia” de Sor Jeanne D´Arc y publicado por Desclée de Brouwer en 1994.
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