Un encuentro con Jesucristo a la intemperie
«… el desierto, como lugar de encuentro con Dios y con nosotros mismos, es una experiencia enriquecedora, siempre y cuando Cristo esté en el centro de esta soledad, y el objetivo sea el encuentro relacional con Él. La soledad sin relación amorosa, puede devenir vacía y dañina. Lo más real es que Dios nos quiere en relación y felices en el jardín del amor. “Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos: lo rodeó cuidando de él, lo guardó como a las niñas de sus ojos” (Dt 32,1-12).
Seres humanos, hijos de Dios, cuidados con ternura por Él, y llamados a deleitarnos con Dios mismo. Él tiene un proyecto de amor y salvación para toda la humanidad, y es que seamos felices amándole a Él y amándonos unos a otros: “Os doy este mandamiento nuevo: Que os améis los unos a los otros. Así como yo os amo, debéis también amaros los unos a los otros. Si os amáis los unos a los otros, todo el mundo conocerá que sois mis discípulos” (Jn 13,34). Y este amor del discipulado, ha de ser el que haga florecer las tierras resecas del corazón, devolviéndoles la vida para que vuelvan a florecer. El amor es la fuente de la vida: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación” (Is 12,3).
Nuestra realidad es esta: ser portadores de la esperanza que nos hace capaces de hacer florecer el desierto del mundo, para convertirlo en jardín: “El poder creador del Señor vendrá de nuevo sobre nosotros, y el desierto se convertirá en vergel, y la tierra de cultivo será mucho más fértil. La rectitud y la justicia reinarán en todos los lugares del país. La justicia producirá paz, tranquilidad y confianza para siempre.” (Is 32,15).
Extraído de «La espiritualidad del desierto» de Aventurar la vida
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